Referirse a las últimas décadas del entonces Torneo de las 6 Naciones es suficiente para admitir que no se trata de palabras vacías. Cualquier francés que en una tarde fría ha tenido la suerte de compartir con irlandeses, escoceses, galeses... y también ingleses los últimos minutos que preceden la llegada al Parc des Princes, al Stade de France, a Lansdowne Road, a Murrayfield, a Twickenham, no podrá olvidar nunca aquellos momentos.
A pesar de los cambios inherentes al desarrollo del profesionalismo, a pesar de la aparición de los patrocinadores, a pesar del lugar cada vez más importante ocupado por los VIPS y sus invitados, la gran misa del rugby no ha vendido todavía su culto al diablo ni los feligreses han perdido su alma (¿por cuánto tiempo?).
El Irlandés del Conemara y el “vasco” de Bayonne siguen andando hombro contra hombro, vestidos de verde o arropados por la bandera “tricolor", trébol o gallo en el pecho, felices por encontrarse de nuevo para otro desafío, prometiéndose hell o infierno entre dos pintas de rugosa risa.
En el recinto a menudo no se separan, siguiendo una charla en un sincretismo idiomático surrealista, apoyados en la barra cerca de la tribuna antes de lanzarse el "good luck, good game". Cada uno paga su ronda, quizás se pierdan el saque inicial. Pero ¿qué importa? Lo verdaderamente esencial es estar aquí, codo a codo, para disfrutar del placer del juego.
Dentro de un par de horas, sea cual sea el fin del combate, que se vayan los "verdes" con "30 puntos en el maletero" o que hayan maltratado al orgulloso gallo, se abrazarán, se darán respectivamente la enhorabuena, se reconfortarán volviendo sin prisa al hotel donde se encontraron. Allí, amarrados (de nuevo...) a la barra, aquel elemento ergonómico que parece ser la prolongación anatómica natural de cualquier codo de un amante del oval, agotando nuevas ráfagas "of Guiness", volverán a celebrar las bodas del rugby.
Lo que es verdad en París, lo es más aún en Dublín, Edimburgo, Cardiff o Londres a pesar de los charters baratos que transportan cada año más neófitos hacia aquellos lugares de culto. En el rugby, el enfrentamiento se limita a los 30 actores, 31 si el "referee" tiene el mal gusto de hacerse notar, al área y al tiempo de juego (evidencia secular que no deberíamos olvidar en tierra hispánica...). No porque el público sea de una esencia superior o de un temperamento más pacífico. El aficionado al rugby no ama menos a "su iglesia" o a "sus colores". No es menos "chauvin". Menos parcial. Menos excesivo. La diferencia de comportamientos se nutre de otras fuentes. A la naturaleza misma y a las reglas de ambas disciplinas.
Antaño, dejarse atrapar con la pelota en las manos marcaba una falta de buen gusto, era fallar a la ley del genero y ofender al espíritu; Ahora los técnicos sólo hablan de conservación. Donde los veteranos esquivaban y fijaban para desbordar por el ala, los modernos franquean a golpe de hombros. Los jugadores de hoy en día son más grandes (no todos...), más atléticos, más rápidos. Los delanteros manejan la pelota con la destreza que era antes atributo exclusivo de los ¾ y entran también en el movimiento perpetuo de la continuidad (cuando no se arrastran a pata coja pegados a la línea de touch...) reduciendo los espacios para las escapadas el juego moderno ha alargado el tiempo de juego; Y nadie se puede quejar por ello. Y por ello tampoco han desaparecido el encanto y el talento. Y Jonny Wilkinson es prueba viviente de lo que digo.
Tampoco es casualidad que los jugadores de rugby sigan encontrándose años después de haber colgado las botas para vivir una y otra vez partidos de ensueño, viejas y tremendas batallas, ganadas o perdidas, regadas de sangre, sudor y cerveza. Esos hombres son los medios más seguros para que perdure una herencia que demuestra, a través de generaciones que se siguen, que lo mejor de este deporte nunca dejará de ser: